LA AUSENCIA.
(En respuesta a un editorial de V. Verdú).
La ausencia no es, y termina siendo en su no esencia el plasma que corre por las venas del empecinado en recordar lo olvidable.
El ausente no está, no se comparte, no se presta, nos victima con su persistencia en la libertad, ese modo de libertad vacía e imperfecta que lo sostiene y constituye.
La melancolia no existe sino en la mente. No es objetivable ni puede ser descripta. No hay dos melancolías similares. A unos los dejará en un estado de apatía, a otros inspirará euforias incontenibles. Los grados de la melancolía no pueden ser catalogados para establecer su parámetro esencial.
El ausente deja de ser un "amado" para convertirse en un "no amante". La reciprocidad que exige la relación amorosa se ve quebrada por este juego de falsos espejos y la ausencia, lejos de parecernos una elegancia se vuelve una fatuidad, una frivolidad egoísta, una insatisfacción ante el mundo reconstituido.
El entramapamiento del yo se configura considerando esa ausencia, ese no estar siendo nuestra otredad. Nos obliga a un replanteo inmisericordioso. En consecuencia, el ausente deja de enrolarse como un dios nuestro para convertirse en el difuso otro localizable hasta la extenuación. Plantea una abundosa alteridad solemne que nos despista, nos agobia, nos oprime: no existimos porque hay tantos sinónimos que nos distancian del único Otro alojado en la ficción mental, que el ausente ha desaparecido de nuestra realidad por vocación de autonomía. La prescidencia que se hace de nosotros es la causa de nuestro desamparo cósmico.
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